Personaje fascinante y contradictorio, John F. Kennedy es uno de los políticos estadounidenses más recordados de la segunda mitad del siglo XX.
John Fitzgerald Kennedy (Brookline, Massachusetts, 29 de mayo de 1917 – Dallas, Texas, 22 de noviembre de 1963) fue el trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos. Fue conocido como John F. Kennedy, Jack Kennedy por sus amigos y popularmente como JFK.
Elegido en 1960, Kennedy se convirtió en el presidente más joven de su país, después de Theodore Roosevelt. Ejerció como Presidente desde el 20 de enero de 1961 hasta su asesinato el 22 de noviembre de 1963. Durante su gobierno tuvo lugar la invasión de Bahía de Cochinos, la crisis de los misiles de Cuba, la construcción del Muro de Berlín, el inicio de la carrera espacial y la consolidación del Movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos, así como las primeras acciones estadounidenses en la Guerra de Vietnam.
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Durante la Segunda Guerra Mundial, destacó por su liderazgo como comandante de la lancha torpedera PT-109 en el área del Pacífico Sur. Realizando un reconocimiento, la PT-109 fue impactada por un destructor japonés, que partió la lancha en dos y ocasionó una explosión. La tripulación a su cargo logró nadar hasta una isla y sobrevivir hasta ser rescatada. Esta hazaña le dio popularidad y con ella comenzó su carrera política. Kennedy representó al estado de Massachusetts como miembro de la Cámara de Representantes desde 1947 hasta 1953, y luego como senador desde 1953 hasta que asumió la presidencia en 1961. Con 43 años de edad, fue el candidato presidencial del Partido Demócrata en las elecciones de 1960, derrotando a Richard Nixon en una de las votaciones más ajustadas de la historia presidencial del país. Tras convertirse en el primer católico que accedía a la presidencia de Estados Unidos, impulsó una política de reformas destinadas a recuperar para su país la primacía mundial, puesta en duda por los éxitos espaciales soviéticos. Sus proyectos políticos quedaron truncados por su asesinato en 1963.
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El presidente Kennedy murió asesinado el 22 de noviembre de 1963 en Dallas, Texas, Estados Unidos. Lee Harvey Oswald fue arrestado y acusado del homicidio, pero fue asesinado dos días después por Jack Ruby, por lo que no pudieron someterlo a juicio. La Comisión Warren concluyó que Oswald había actuado solo en el asesinato. Sin embargo, el Comité Selecto de la Cámara sobre Asesinatos estimó en 1979 que pudo existir una conspiración en torno al asesinato. El tema ha sido muy debatido y existen múltiples teorías sobre el magnicidio. El crimen fue un momento imborrable en la historia de Estados Unidos debido a su traumático impacto en la memoria de la nación.
Muchos han considerado a Kennedy como un icono de las aspiraciones y esperanzas estadounidenses; en algunas encuestas realizadas en su país continúa siendo estimado como uno de los mejores presidentes de los Estados Unidos. La prematura muerte del presidente (cuya familia ha estado rodeada de un aura de fatalidad, pues diversos de sus miembros fallecieron en circunstancias trágicas) contribuyó a otorgar a su figura un carácter mítico.
La historia norteamericana del clan Kennedy al que pertenezco, se remonta a 1848, cuando un irlandés llamado Patrick Kennedy llegó a la prometedora tierra de los Estados Unidos y se estableció como tonelero. Uno de sus nietos, mi padre, Joseph Patrick Kennedy, se hizo cargo más de medio siglo después del discreto patrimonio reunido por su abuelo y por su padre y construyó con él una de las mayores fortunas de Norteamérica.
Un clan poderoso
Mi padre, Joseph Patrick Kennedy, llamado familiarmente Joe, mostró desde la infancia una gran aptitud para los negocios y un decidido deseo de medrar. Casado con Rose, mi madre, una emprendedora joven hija de John Fitzgerald, ex alcalde de Boston, comenzó a amasar su patrimonio en esta ciudad, cimentándolo en la administración de viviendas, la especulación en bolsa y la industria cinematográfica. Joe era astuto, frío y en extremo inteligente para los asuntos de dinero; como había ayudado a Roosevelt durante su campaña presidencial, consiguió durante el período de Ley Seca un permiso especial de importación de licores para "fines terapéuticos"; cuando sus bodegas estaban repletas, la ley fue derogada y Joe pudo despachar todo el licor comprado a bajo precio como si fuera oro. Al desatarse la crisis económica de 1929, fue de los pocos que salió a flote, e incluso pudo conseguir algunas ganancias.
Yo era uno de sus hijos, me llamaron John Fitzgerald como mi abuelo materno, y nací el 29 de mayo de 1917 en Brookline (Massachusetts). Yo era el segundo hermano de una larga prole compuesta por Joe, Rosemary, Kathleen, Eunice, Pat, Jean, Bobby y Teddy. Con el fin de prepararnos desde la más tierna infancia para convertirnos en verdaderos Kennedy, mi padre se encargó de fomentar en todos nosotros una firme disciplina y un sano espíritu de competencia: "No me importa lo que hagáis en la vida, pero hagáis lo que hagáis, sed los mejores del mundo. Si habéis de picar piedra, sed los mejores picapedreros del mundo."
Para mi, pronto estuvo claro que no tenía nada que hacer frente a mi hermano Joe, un muchachote musculoso, inteligente, de brillante verbo y gran magnetismo personal. Por el contrario, yo era más bien debilucho, tímido e introvertido. Mientras estudiaba en la Canterbury School de Connecticut y luego en la Universidad de Harvard, la sombra de Joe, "el preferido", planeó continuamente sobre mi conciencia. Al mismo tiempo que mi hermano cosechaba triunfos académicos en Gran Bretaña, contraje la hepatitis y me vi obligado a interrumpir mis estudios durante largas temporadas. Acabé por reponerme, pero a pesar de mis esfuerzos por destacar, nunca conseguí demasiados éxitos en las aulas. En Harvard sólo obtuve calificaciones destacables en la etapa final de mi carrera y únicamente en economía y ciencias políticas. El deporte conseguía interesarme más que estas disciplinas intelectuales y en ningún momento me sentí atraído por la carrera política, para la cual parecía estar destinado mi hermano mayor.
En 1932, cuando Franklin D. Roosevelt se presentó a las elecciones presidenciales, mi padre solventó su campaña decidido a probar fortuna en la carrera política. Consiguió ser presidente de la comisión federal de la marina mercante, y más tarde, en 1937, fue nombrado embajador en Gran Bretaña. Aquel descendiente de inmigrantes, ferviente católico y siempre ambicioso, había hecho una enorme fortuna y ahora triunfaba también en el ámbito de la política. Mi hermano mayor y yo le acompañamos a Europa en calidad de ayudantes y pude viajar a la URSS, Turquía, Polonia, América del Sur y otras regiones, de cuya situación informé puntualmente al patriarca de mi familia.
Fue a raíz de esta gira cuando empecé a interesarme seriamente por la política. De regreso a los Estados Unidos me volqué en mis estudios y logré que mis calificaciones académicas mejoraran considerablemente. Me interesé por los distintos conflictos que desembocarían en la Segunda Guerra Mundial, y especialmente por la actitud de Gran Bretaña respecto a Europa. De todos esos apuntes surgió el tema de mi tesis, Why England slept (Por qué dormía Inglaterra), título tomado de los discursos de Churchill y que me valió una graduación magna cum laude en junio de 1940. Más adelante publiqué el libro que resumía esta investigación, y llegué a vender ochenta mil ejemplares.
Comandante en la Segunda Guerra Mundial
La vida optimista de los Kennedy sufrió, a partir de la Segunda Guerra Mundial, un fuerte viraje. La postura aislacionista de mi padre y su falta de colaboración con el gobierno británico nos obligaron a abandonar la embajada. Eran bien conocidas las simpatías de mi padre por el general Franco, y de regreso a Boston se ganó una merecida fama de antisemita por su animadversión hacia los numerosos judíos europeos refugiados en su tierra.
Al comenzar la Segunda Guerra Mundial, mi hermano Joe se alistó en la aviación y yo quise ingresar en la marina, para lo que hube de vencer los obstáculos médicos derivados de una lesión en la espalda que había sufrido de niño. Tenía veinticinco años cuando recibí el nombramiento de comandante de una lancha torpedera que actuaba en el Pacífico.
Un joven Kennedy en uniforme de marina
Los dos oficiales y diez soldados a mis órdenes compartieron conmigo numerosos éxitos combatiendo contra los japoneses. Pero el día 2 de agosto de 1943, mientras cumplía una misión para la que me había ofrecido voluntario, un destructor japonés nos abordó en medio de la noche y partió la patrullera por la mitad. Dos tripulantes murieron en el choque. Los supervivientes permanecimos a la deriva durante quince horas y yo me comporté encomiablemente al arrastrar hasta la costa a uno de mis soldados herido en las piernas. Aunque hay quien ha atribuido el percance a una imprudencia mía, lo cierto es que fui considerado un héroe de guerra.
Mi convalecencia fue larga. Mi lesión dorsal se había agravado y pensé que mi maltrecho físico no estaba para demasiados sueños de gloria política. Sin embargo, el destino salió a mi encuentro: mi hermano Joe murió el 12 de agosto de 1944 en un accidente aéreo, cuando intentaba destruir las bases alemanas de las bombas volantes V-1 y V-2. Mi padre volvió sus ojos hacia mí y decidió que yo ocupase la vacante de Joe en la lucha por conquistar la presidencia de los Estados Unidos.
En 1945, terminada la guerra, comencé a trabajar de periodista y entonces cuando me hice corresponsal en el «imperio» Hearst y había cubierto ya varias conferencias internacionales, mi padre me expresó su deseo de que ocupase el puesto de Joe y me dedicase a la política. Tuve que aprender a dominar mi timidez y mi retraimiento para convertirme en un político profesional. Estrechar las manos de desconocidos, sonreír ante los periodistas y tener siempre en los labios una frase más o menos ingeniosa para ellos comenzó a ser mi pan de cada día. Mi amplia sonrisa, mi aspecto de niño y mis ojos melancólicos pronto encontraron adeptos en el seno del Partido Demócrata y entre los electores, fascinados por mi juventud y por mi imagen de brillante y honrado universitario. Después de una exhaustiva campaña en la que estuve siempre apoyado económica y doctrinalmente por mi familia, logré convertirme en 1946 en diputado del Partido Demócrata por Boston en la Cámara de Representantes y mantuve mi escaño en las elecciones de 1948 y 1950.
Una fulgurante carrera política
Ocupé rápidamente un lugar en la escena política estadounidense. Mi acción legislativa, sin embargo, fue discreta. Se caracterizó, primero, por una retroactiva desaprobación al gobierno Roosevelt y por la presentación de varios proyectos de contenido social, rechazados en la mayoría de los casos. Lo más destacable de esta primera etapa de mi vida política fue mi franco apoyo a todas las ayudas internacionales: el préstamo otorgado a Gran Bretaña, la ayuda a Grecia y Turquía, el Plan Marshall y otras medidas afines. En 1949 sorprendí con un discurso hostil a la política estadounidense llevada a cabo en China, a causa de la cual, afirmé que los Estados Unidos habían perdido la posibilidad de conseguir una China no comunista. El tono crítico a la política oficial y el encarnizamiento anticomunista que mostré se asemejaban al que, a partir de un año más tarde, emplearía el senador por Wisconsin Joseph McCarthy.
Kennedy en la convención demócrata de 1958
En abril de 1952, a mis treinta y cinco años, mi padre me instó a presentarme a senador por el estado de Massachusetts. De nuevo el clan se lanzó a una frenética actividad: se trataba de disputar el puesto a Henry Cabot Lodge, quien lo mantenía desde 1935. Corrieron ríos de tinta y dólares. Mis imágenes forraron el estado. La televisión emitía cada noche «El café en la casa de los Kennedy», donde se mostraba la unión y la fuerza de nuestro clan, la paz y la elegancia del hogar. Se celebraron banquetes en Palm Beach y Hyannis Port, nuestras dos fortalezas de Florida; millones de tarjetas navideñas personalizadas saturaban los correos; y nuestras obras de beneficencia (en especial, ayudas a centros de deficientes mentales, en uno de los cuales estaba internada mi hermana Rosemary) no dejaban de destacar en los periódicos.
A uno de esos banquetes invité a la reportera de un diario de Washington que había conocido un año antes: Jacqueline Lee Bouvier. Jacqueline no tardó en enamorarme a mí y a mi familia, pues combinaba a la perfección su belleza con sus conocimientos idiomáticos (hablaba varias lenguas), y el encanto de su origen francés con la dote de su padre, célebre financiero neoyorquino. La boda se celebró en Boston el 12 de septiembre de 1953; asistieron mil doscientos invitados, que formaron en cola para saludarnos. Mi esposa, Jacqueline Kennedy se convirtió desde ese día en una de mis mejores bazas para ser el futuro presidente.
La boda de John Kennedy y Jacqueline Bouvier
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En octubre de 1954, me vi obligado a alejarme de la vida política. La antigua dolencia de espalda, por la que ya había sido intervenido, se agravó, y el uso de muletas (ocultas en el coche durante mis campañas) se hizo cada vez más necesario. Tuve que ser operado para unir mis vértebras descolocadas. Tras la operación, me recluí en Hyannis Port con cuantiosa documentación histórica de los archivos del Senado y dediqué mi tiempo a escribir un nuevo libro, Perfiles de coraje. La obra contenía ocho retratos de personajes políticos estadounidenses del siglo XIX y fue publicada un año después con éxito de crítica y público. En 1957 obtendría por esta obra el Premio Pulitzer. Pero mi enfermedad no remitía y, en febrero de 1955, debí someterme a una nueva intervención, tras la cual logré recuperarme. Volví a la vida pública dispuesto a presentar mi candidatura para la vicepresidencia del Partido Demócrata. Sin embargo, fui vencido por Estes Kefauver.
La abrumadora victoria de Eisenhower no amedrentó a los demócratas, que veían en mí el candidato idóneo para las elecciones presidenciales de 1960. Mi ausencia de Washington me benefició en cierto sentido, ya que en diciembre de 1954, cuando el Senado condenó a McCarthy, no me vio obligado a manifestarme ante los censores.
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Según mi posterior colaborador Robert Sorensen, yo no aprobaba la mentalidad maccarthista, pero tampoco me adhería a los liberales. Mi hermano Bob había formado parte de la comisión presidida por McCarthy como consejero jurídico, y yo mismo la había integrado. A pesar de ello, nadie pareció oír a Eleanor Roosevelt cuando se preguntó de viva voz si los liberales podrían dar su voto a un hombre que ni siquiera había condenado a McCarthy.
Kennedy en campaña electoral
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Pero los liberales, e incluso los no liberales, me lo dieron. En 1960 nuestro clan intensificó la actividad, pero el triunfo final fue una conquista personal mía. En los últimos años había hecho nuevas e influyentes amistades y estaba rodeado de eficaces colaboradores, recuperados en su mayoría de Harvard. Acababa de publicar mi tercer libro, La estrategia de la paz, y había tenido tiempo de profundizar en todos los temas de preocupante actualidad de mi país susceptibles de reforma. El núcleo de mi campaña electoral cristalizó en torno a la idea de una nueva época que había de iniciar América, la denominada "Nueva Frontera", que evocaba el espíritu pionero de la conquista del Oeste. Con mi sola presencia, empecé a infundir esperanzas de renovación a un país cansado de una administración anquilosada desde el New Deal de Roosevelt. Pulcro, levemente despeinado, paseé mi joven imagen por el mundo, junto a una Jackie en estado y con nuestra hija de tres años, Caroline. Con mi lema «Kennedy está en el cambio», arrasé en las elecciones primarias y, aunque por escasísimo margen, el 8 de noviembre logré la victoria sobre Nixon.
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En la presidencia
Cuando el 21 de enero de 1961 tomé posesión de mi cargo, ya nadie dudaba que yo haría realidad mi lema. Una de mis primeras medidas fue recomendar la puesta en libertad del líder negro Martin Luther King, que cumplía una condena a trabajos forzados en Georgia. Más tarde, mi actuación en favor de la integración racial fue tildada de vacilante, pero pese al rechazo de que fuí objeto mi proyecto de ley de derechos civiles en el Congreso (en general todo proyecto mío encontró en el Congreso una fuerte oposición), dejé mi huella entre los negros, que llegaron a compararme con el mítico presidente Abraham Lincoln.
Kennedy en una alocución sobre los
derechos civiles (11 de junio de 1963)
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En los mil treinta y siete días que goberné, dejé la impronta del cambio. Apenas instalado en el despacho oval, escoltado por Dean Rusk como secretario de Estado y de mi hermano Bob como fiscal general, mis medidas renovadoras se sucedieron. La ayuda federal al sistema educativo, el impulso que di a la cultura y a las artes y, sobre todo, el relanzamiento de la economía, que condujo a un marcado crecimiento del consumo y de las inversiones privadas (lo que, a su vez, permitió recuperar el retraso aerospacial del país respecto a la Unión Soviética) fueron sólo algunas de mis más célebres innovaciones.
Mi programa, de corte liberal, se basó fundamentalmente en la recuperación económica, la mejora de la Administración, la diversificación de los medios de defensa y el establecimiento de una alianza para el desarrollo integral del continente americano.
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Este último objetivo se plasmó en la formación de un frente común con los países de Centro y Sudamérica, la llamada Alianza para el Progreso, cimentada en los siguientes puntos: 1) apoyo a las democracias contra las dictaduras; 2) concesiones de créditos a largo plazo; 3) estabilización de precios en la exportación; 4) programas de reforma agraria; 5) estímulos a la inversión privada; 6) ayuda técnica e intercambio de información y estudiantes; 7) control de armas, y 8) fortalecimiento de la Organización de Estados Americanos.
Para llevar adelante esta política, convoqué a los dirigentes del hemisferio invitándoles a unirse formalmente a la Alianza. Todos quedaron deslumbrados por mí, un joven cargado de ilusiones y de ideas de regeneración y reforma. Pero uno no acudió a la cita: Fidel Castro, que desde 1959 era jefe del gobierno cubano.
Con Eisenhower como presidente, la CIA ya había preparado un plan de invasión de la isla de Cuba, al tiempo que se adiestraban en Guatemala guerrillas anticomunistas. La ineptitud de los gobernantes norteamericanos había cerrado las puertas al dirigente cubano, empujándolo a radicalizar su revolución. Los Estados Unidos no habían hecho nada para ayudar a Cuba en su necesidad de progreso económico, y cuando llegué al poder era ya demasiado tarde.
Me resistí a aceptar el plan de ataque de la CIA en varias ocasiones, pero acabé cediendo ante las presiones de los militares. En abril de 1961 comenzó la operación, pero la resistencia de las tropas castristas y del pueblo cubano convirtieron el desembarco en la Bahía de Cochinos en un estrepitoso fracaso. Yo y mi administración sufrimos un duro golpe y Castro anunció que Cuba se había convertido en una república socialista; la invasión tuvo, pues, un efecto completamente opuesto al deseado.
Respecto a la URSS, intenté un cierto acercamiento que se visualizó en junio de 1961 en la entrevista con Nikita Kruschev que tuvo lugar en Viena. Pero la invasión abortada de la Bahía de Cochinos, la erección del muro de Berlín y, sobre todo, el descubrimiento de una base de misiles con carga nuclear en Cuba instalada por los soviéticos interrumpieron las negociaciones.
Kennedy firma la orden de bloqueo naval a Cuba
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Mi temple se puso de manifiesto cuando exigí al dirigente soviético el desmantelamiento de aquellas bases; durante varios meses angustiosos se temió que el conflicto desencadenara una guerra nuclear, pero Kruschev terminó por ceder y la llamada crisis de los misiles acabó constituyendo un éxito indudable para mí.
A pesar de todo, posteriormente se produciría un entendimiento definitivo entre las dos superpotencias, plasmado en 1963 con la firma del Tratado de Moscú sobre el control y disminución de las pruebas nucleares en la atmósfera. En cuanto a la Alianza para el Progreso, destinada en principio a favorecer el surgimiento y consolidación de regímenes democráticos en el hemisferio americano, no impidió la extensión del militarismo ni el apoyo de los Estados Unidos a los gobiernos dictatoriales que respaldaron las posiciones de Washington. No hay que olvidar que la primera incursión de la CIA en Vietnam se llevó a cabo bajo mi mandato. Si mis fines eran indudablemente democráticos, no lo eran tanto los medios de lograrlos.
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En 1963, Kennedy comencé a preparar el terreno para las siguientes elecciones e inicié una gira por diversas ciudades del país. El 22 de noviembre de 1963 yo y mi esposa, seguidos del vicepresidente Lyndon Johnson, entramos en Dallas. Era parte de mi campaña en la zona más reacia del país con vistas a mi reelección de 1964. Cuando recorría sus calles en un coche descubierto, unos disparos sonaron por encima de los vítores y segaron mi vida. Poco después moría en el hospital, desatando la consternación del mundo entero.
Según el informe Warren, el autor del magnicidio fue Lee Harvey Oswald, que desde lo alto de un edificio disparó con un fusil de repetición con mira telescópica. Sin embargo, subsistieron serias dudas sobre la exactitud de esta versión, y desde entonces han sido señalados como culpables desde la mafia hasta la sociedad racista Ku Klux Klan, pasando por los trust petrolíferos y armamentistas y la propia CIA. El enigma sigue abierto y probablemente nunca llegará a resolverse.
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Kennedy y Jacqueline momentos antes del asesinato
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El funeral de Kennedy
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